martes, 15 de febrero de 2011

Media vida en 25 canciones (3)

Volver, además de ser una canción inmortal, supone una excepción a esa regla infalible que dice que todos los tangos vienen a ser el mismo lamento de un cornudo con la voz torcida. A este tango argentino ─clavado en la memoria de cualquiera que haya dejado de ser un niñato─ le hemos robado todos alguna vez esa frase que dice veinte años no es nada. Y para soltarla, generalmente, a destiempo. Nadie, sin embargo, como Carlos Gardel, su creador, dejó dicho lo que piensa y siente cualquiera sobre su propio pasado. Él lo hizo, precisamente, con aquella voz metálica de los discos de pizarra que aún siguen a salvo del Photoshop sonoro; ese invento moderno que lima las impurezas a los viejos discos y, de paso, les arrebata toda la solera. Volver, ya digo, es un tango bonaerense que no habla tanto de desamor como de ese viaje sin billete de regreso que es la vida. Y en el que siempre acaba llegando un día en que, inexplicablemente, a todos nos entran unas ganas tremendas de desandar el camino y regresar al punto de partida. Retornar a ese lugar del ayer donde dejamos archivados la primera infancia, los sueños de juventud y los aromas y sabores entrañables del hogar de antaño. Quizá nos apetece volver a aquel sitio del que huimos un día ─de los cuatro que son la vida─ porque presentimos que la aventura se acaba y en la maleta ya sólo guardamos achaques y recuerdos.

Existe una controversia sobre si el lugar exacto de nacimiento de Carlos Gardel fue Toulouse (Francia) o Tacuarembó (Uruguay). Qué más dará. Ya lo decía en su Misterio Bufo aquel espléndido poeta ─y torpe suicida─ que se llamó Vladimir Maiakovsky: una de las actividades culturales preferidas del ser humano es la de remover cadáveres ilustres para tocar música con sus propios huesos y que el personal se entretenga bailando.
Sí parece bien documentado, en cambio, que Gardel creció en el barrio del Abasto; cerca del famoso mercado central de frutas y verduras de la calle Corrientes. Un edificio estilo art decó que ha sido transformado hoy en centro comercial y está lleno de falsas cantinas mexicanas y hamburgueserías pseudoyanquis. Yo estuve unas cuantas noches alojado en un espléndido hotel que hay enfrente ─el Abasto Plaza─ y desde mi habitación se veía la Esquina Gardel, un rincón angular donde el milonguero de pelo engominado tiene una estatua a tamaño natural para dar sombra a los adolescentes anestesiados con bolsitas de pegamento.
También consta ─leyendas urbanas aparte─ que el ídolo porteño se nacionalizó argentino en 1923 y murió en 1935, en un accidente aéreo en Medellín (Colombia). Un taxista que me llevó desde el Parque Japonés hasta la Bombonera del barrio de La Boca me dijo una tarde:

- ¿Sabés una cosa, gashego? Carlitos empezó a cantar bien de verdad después de morir.

La canción Volver lleva letra del famoso poeta y periodista Alfredo Le Pera, con quien Carlos Gardel escribiría algunos de sus tangos más famosos ─desde Mi Buenos Aires querido hasta Silencio; desde Volver hasta El Día que me quieras─ y sus versos evocan la nostalgia, un sentimiento universal. Eso es lo que le permite a esta canción tener vigencia porque tendrá sentido mientras quede un solo hombre con canas en las sienes de tanto vivir y los zapatos gastados de tanto caminar.

Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos,
van marcando mi retorno.
Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor.
Y aunque no quise el regreso,
siempre se vuelve al primer amor.
La quieta calle donde el eco dijo:
"Tuya es mi vida, tuyo es mi querer",
bajo el burlón mirar de las estrellas
que con indiferencia hoy me ven volver.
Volver,
con la frente marchita,
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
Sentir, que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada,
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra.
Vivir,
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo,
que lloro otra vez.
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Tengo miedo de las noches
que, pobladas de recuerdos,
encadenen mi soñar.
Pero el viajero que huye,
tarde o temprano detiene su andar.
Y aunque el olvido que todo destruye,
haya matado mi vieja ilusión,
guarda escondida una esperanza humilde,
que es toda la fortuna de mi corazón.
Volver…



Hay versiones excelentes, como la de Libertad Lamarque ─que fue primero argentina y después mexicana, tras su enfrentamiento con Eva Perón─ y la de la furibunda peronista Adriana Varela. Ambas, tan diferentes, ponen el mismo aguardiente sonoro a sus gargantas para entonar Volver, que es un ejercicio de pesimismo no desesperado del todo. También he escuchado dos magníficas versiones instrumentales; una a cargo de Oscar Sher (a la guitarra) y otra del conjunto del gran Astor Piazzola, que incluye un “solo” de bandoneón del mismísimo Aníbal Troilo.

En España, casi todo el mundo ha oído la que grabó Estrella Morente para que se luciera Penélope Cruz en la película del mismo título que la canción, dirigida por mi paisano Pedro Almodóvar. Lo que quizá no sepan tantos es que esa versión flamenca de Volver, por bulerías, es un modesto homenaje a la mucho más genial que ya había grabado antes el inolvidable cantaor gaditano Chano Lobato. Yo he descubierto hace poco otra versión, con toques de jazz, y a cargo de Sawa y la Cool Jazz Band, que me parece una de las mejores. Por supuesto, si exceptuamos la de Carlos Gardel.

Volver no habla de traiciones sentimentales sino del efecto demoledor que en cada uno de nosotros produce inevitablemente el paso del tiempo. Y de que no hay manera de librarse del dedo acusador y cómplice de este tango que nos señala a todos, por muy bien que nos haya tratado el amor. Cuando se ha vivido lo bastante como para tener más memoria que proyectos, todo el que se mira en el espejo verá reflejado a otro Ulises más. Un Odiseo, cansado y perdido, enredándose en la crónica de sus viejas batallitas de Troya. El abuelo Cebolleta que habla y habla del pasado a quienes sólo tienen ya oídos para el futuro. Entonces es cuando aparece la necesidad de volver a Ítaca. Aunque lo más seguro es que en Ítaca ya no se acuerde de nosotros ni nuestro propio perro.

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