domingo, 31 de julio de 2011

Media vida en 25 canciones (11)

CAPRI C’EST FINI

Nunca he estado en la isla de Capri. Aunque hace casi treinta años hice un largo viaje por Italia ─recorriendo en coche y durante un mes más de la mitad de su mapa─ el punto más al sur que visité fue la inolvidable Roma. De ahí para arriba, hasta los Alpes, ─una verdadera y gozosa paliza─, me empapé de esa cultura milenaria a la que los españoles debemos la mitad de nuestro idioma, los puentes más firmes durante veinte siglos y una larga lista de pequeños placeres cotidianos que estamos a punto de empezar a perder.

Yo soy muy peliculero ─cinéfilo, dirían los cursis─ y por eso visité en Roma la máscara de la “Bocca della veritá” y la Fontana de Trevi, en la que mi hija Amaya ─que acababa de romper a andar─ estuvo pisando las monedas del fondo igual que hacía Anita Ekberg en la La dolce vita. Pero si he de ser sincero, de aquella Roma que conocí en los años ochenta lo que me impresionó realmente fueron algunas imágenes inolvidablemente reales que vi allí: el agua disfrazada de gasóleo del río Tiber bajo el puente del Castillo de Santangelo, su “ferragosto” de hielo candente que convertía el asfalto en chicle negro masticado con los pies y la imagen vespertina de una recién casada haciéndose fotos sola, sin el novio, junto a la imperial columna de Trajano. Recuerdo que llevaba puesto un traje de tul blanco transparente sobre dos piezas de ropa interior de color negro azabache.

A la isla de Capri, al Mar Tirreno que la baña y al golfo de Nápoles les han cantado desde antiguo voces privilegiadas, empezando por el poeta Virgilio. Es más, todo el mundo ha entonado, “a capela”, alguna vez las canciones Isla de Capri y Torna a Sorrento pero el Capri que nosotros recordaremos siempre es el de Hervé Vilard. Ese Capri sonoro le hemos recorrido, de jóvenes, un millón de veces y sin salir de la pista de baile o del salón de casa de ese amigo que ponía el suelo para el guateque. Por las calles retorcidas de aquel Capri que se acabó y ─al que no volvimos más porque la primera vez de cualquier cosa en la vida es única e irrepetible─ hemos jugado mucho igual que juega el mar con los delfines, como diría Sergio Dalma. Cuando en tardes y noches de leyenda hacíamos una circunferencia con nuestros brazos s alrededor de la cintura de aquella chica que amábamos ─o se arrimaba─ más que las otras. Que tire la primera piedra quien bailando Capri c’est finiCapri c’est fini con una niña-mujer que valiese la pena no haya tocado el cielo con las yemas de los dedos.


La primera vez que escuché Capri c'est fini me pareció que era la canción hermana gemela de Aline. Quizá porque las dos nacieron juntas y a la vez, eran igualmente románticas y ambas venían de París como los niños de antes. Hasta las voces de sus respectivos intérpretes ─Hervé Vilard y Christophe─ se daban un cierto aire…blandito, muy blandito; para qué nos vamos a engañar.

El cantante que inmortalizó Capri c’est fini durante una década, más o menos─ que ya entonces lo inmortal había empezado a tener fecha de caducidad─ se llamó al nacer René Paul Hervé Villard, aunque sería conocido mundialmente por el nombre artístico de Hervé Vilard. Hijo de una modesta florista que trabajaba junto al Théâtre des Variétés ─y que le dio a luz en un taxi, antes de llegar al hospital─, el niño fue enviado a la edad de seis años al orfanato Saint Vincent de Paul, de donde intentaría escaparse varias veces.

Carne de cañón adoptiva de un puñado de familias distintas, sufrió su caída del caballo camino de Damasco ─como San Pablo─ a la edad de catorce años, cuando decidió ser buen chico y cantante por encima de todo. A partir de ese momento, conoció personalmente a la cantante Dalida, ésta se convirtió en su madrina artística y la canción nostálgica sobre ese Capri imaginario hizo de él una estrella de la música francesa de la época.

Capri, c'est fini,

Nous n'irons plus jamais,
Où tu m'as dit je t'aime,
Nous n'irons plus jamais,
Comme les autres années,
Nous n'irons plus jamais,
Ce soir c'est plus la peine,
Nous n'irons plus jamais,
Comme les autres années;
Capri, c'est fini,
Et dire que c'était la ville
De mon premier amour,
Capri, c'est fini,
Je ne crois pas
Que j'y retournerai un jour.
Parfois je voudrais bien,
Te dire recommençons,
Mais je perds le courage,
Sachant que tu diras non.
Capri, c'est fini,
Et dire que c'était la ville
De mon premier amour,
Capri, c'est fini,
Je ne crois pas
Que j'y retournerai un jour.
Nous n'irons plus jamais,
Mais je me souviendrais,
Du premier rendez-vous,
Que tu m'avais donné
Nous n'irons plus jamais,
Comme les autres années,
Nous n'irons plus jamais,
Plus jamais, plus jamais…
Capri, c'est fini,
Et dire que c'était la ville
De mon premier amour…




Capri se acabó


No volveremos más
donde me dijiste "te amo",
no volveremos más,
como los otros años.
No volveremos más,
ya no vale la pena,
no volveremos más,
como los otros años.
Capri, se acabó,
y pensar que fue el lugar
de mi primer amor,
Capri, se acabó,
no creo que vuelva algún día.
A veces me encantaría,
decirte que volvamos a empezar,
pero pierdo el valor,
porque sé que dirás que no.
Capri, se acabó,
y pensar que fue el lugar
de mi primer amor,
Capri, se acabó,
no creo que vuelva algún día.
No volveremos más
pero yo recordaré,
la primera cita,
que tú me diste,
No volveremos más
donde me dijiste "te amo",
no volveremos más,
como los otros años.
Capri, se acabó,
y pensar que fue el lugar
de mi primer amor…

Corría el año 1965 cuando en el metro de París Hervé se encontró un día con un póster publicitario de Capri y el cartel le inspiró la canción. No fue un viaje a la cinematográfica isla italiana con amor efímero de verano incluido ni nada por el estilo. De la misma manera que Robert L Stevenson vivió sus literarias aventuras por los Mares del Sur sin salir del mapa que tenía sobre la mesa de su escritorio, Hervé Villard acertó a escribir la dolorosa mutilación del desamor cuando el recuerdo de los tiempos felices mantiene abierta la herida; esa herida que sangra a chorros aunque acabará volviéndose cicatriz para que uno la pueda exhibir en público como si se tratara de un tatuaje en bajo relieve.

La canción Capri c’est fini trepó hasta lo más alto en las listas de popularidad porque resulta imposible no identificarte con ella si has amado alguna vez a alguien en un escenario que, con la ruptura, deja de ser el paraíso para convertirse en un infierno. A Charles Aznavour le ocurrió lo mismo con Venecia.

Aunque no hay ninguna versión que le pueda hacer sombra a la de su creador, el Capri de Hervé Vilard fue interpretado por la flor y nata de los cantantes y grupos de la época. Camilo Sesto ─cuando era el cantante del conjunto Los Botines─, los inevitables Mustang, Paloma San Basilio y Paul Mauriat y su orquesta, por ejemplo, le rindieron homenaje a este tema ideal para bailar pegados, cuando hacerlo así tenía un cierto perfume a ilusión veraniega, a nostalgia por los escenarios perdidos y a ese amor nada platónico que es una de las dos palancas que mueven el mundo.

Aunque no me gusta dar consejos, si se les presenta la ocasión de volver a bailar Capri c’est fini abrazados a una mujer madura, yo en su lugar no lo haría. A estas alturas de la vida, lo más probable es que a ambos les dé por recordar aquel día lejano del pasado en que abrazaron a otra persona distinta al compás de esa misma música. No importa que siempre hayan bailado esa canción con la que sigue siendo la única mujer de su vida. La jodida verdad es que ninguno de los dos son ya los mismos de antes.

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